lunes, 4 de junio de 2012

Dentro de mí

Cualquier tonto puede tener un blog, y yo voy a dedicar preciosas horas de mi vida a demostrarlo. Ante todos ustedes, el blog de Penesaurio. Bienvenidos a lo que serán entradas y entradas de historias de mi vida que a nadie le interesan. Esta soy yo:





La primera de estas historias se remonta al sábado pasado, pero sus consecuencias aún me persiguen cada minuto, cada segundo, cada lágrima, cada sonrisa. Todo empezó en una calurosa tarde de mayo en la que el sol nos volvió locos. 



No recuerdo quién, ni por qué, ni exactamente cuándo decidió proponer una excursión a la playa. Viviendo a una hora de la más cercana, había asuntos que planear: comprar billetes de autobús (porque somos demasiado pringados para tener coche), decidir una fecha, comprar bañadores (porque, de unas diez personas, solo a unas cinco se nos ocurrió traer un bañador al venir a vivir a una hora de la playa) y, lo más importante, convencer a todo el mundo de que madrugar una mañana sería vital para el éxito de nuestra empresa.



Después de confirmar quién vendría y quién no, pasamos al primer asunto: billetes. Este fue resuelto con relativa facilidad. Un jueves como tantos otros, tras salir de clase a las ocho de la tarde, bajo un calor sofocante, ocho de las catorce personas que habíamos reunido nos dirigimos hacia una agencia de viajes que, a pesar de cobrar un euro por "gastos de gestión", salía más a cuenta que ir hasta la estación de autobuses. Después de cierto revuelo (es difícil que no haya revuelo cuando ocho personas se juntan en un local de treinta metros cuadrados), logramos salir de allí con billetes hacia la playa a las nueve de la mañana del sábado. Al día siguiente, se me informó de que los que no habían venido con nosotros tenían ya sus billetes (tras ciertas quejas a causa de la intempestiva hora de salida).




Al día siguiente, salí pronto de clase (pese a las miradas de desprecio que esto conlleva) para poder ir de compras. En realidad yo ya tenía un bañador, pero necesitaba "ropa playera". Yo compro rápido: veo algo, busco mi talla (conozco mi talla!), me lo pruebo y probablemente me lo compro. El resto del mundo no. Mi "ropa playera" consistió en una camiseta de rayas y una falda de flores, que recibió el halagador comentario de "vaya, pareces una chica". No tengo ni idea de qué compraron los demás, pero parecían contentos. 




Esa noche preparamos las mochilas y dormimos mal. A las ocho de la mañana, nos encontramos en la parada del autobús que nos llevaría a la estación. Recibimos noticias: dos personas no vendrían con nosotros. Sin embargo, habían tenido la delicadeza de cocinar, y la tortilla de patatas fue recibida con gran jolgorio. 


Cuando por fin conseguimos subir al autobús que nos llevaría a nuestro esperado paraíso... nos echaron. Sí, nos echaron. Nos hicieron bajar y volver a subir, para luego hacernos bajar de nuevo. Había overbooking. El magnífico conductor lo solucionó velozmente: parte de nosotros iría en otro autobús. Al final, llegamos al pueblo y compramos pan. Intentamos que todos los preparativos fueran lo más cortos posible para estar bañándonos en cuanto pudiéramos. Y así fue: a las doce de la mañana, el Mediterráneo recibió doce invitados probablemente indeseados.


Me he bañado en el mar Báltico, como me encanta recordar a todo el mundo siempre que puedo (como ahora). Bien, no estaba tan frío como el Mediterráneo aquel día. Los más cobardes tardamos diez minutos en meternos "poco a poco" en el agua, y a alguien se le ocurrió la magnífica idea de nadar. A unos cien metros había una enorme roca que parecía trepable (tengo derecho a inventarme palabras), por lo que unos pocos, después de tomar el sol un rato (con protección), nadamos hasta ella.






Me gusta trepar cosas. Es de los pocos ejercicios físicos que soporto, pero me encanta, y nunca tengo ocasión de hacerlo. En otra entrada contaré una historia sobre mi afición infantil de subirme a los pinos. El caso es que al ver la roca quise llegar hasta su cima. Me avisaron, intentaron detenerme, pero yo quería subirme a esa roca y estaba en mi derecho. "Hay erizos", oí. Pero no escuché.


Había erizos.


Tuve algo de cuidado al poner el pie sobre una piedra del fondo del mar: no planté el pie directamente, sino que tanteé el terreno con el empeine, en caso de que hubiera algún tipo de peligro. Sentí un leve roce y, al sacar el pie del agua para evaluar los daños, ahí estaban: dos largos pinchos que no parecían difíciles de extraer pero hacían sospechar la existencia de más compañeros. 


Volvimos a la orilla fácilmente, pero una vez allí fui incapaz, incluso con ayuda, de encontrar las demás espinas. Me eché más crema e intenté distraerme tomando el sol. Mala idea: me quedé dormida. Cuando eres del color del papel, dormirte bajo el sol a las dos de la tarde es, más que un accidente, una catástrofe. 






Cuando por fin llegamos a casa, tras mucho esfuerzo, conseguí arrancar parte de las espinas antes de que me subiera la fiebre. Dormí veinte horas y el lunes no fui a clase. Pensé que todo había acabado, pero hoy, domingo, una semana y un día después, sigo teniendo una ingente cantidad de agujeros en el pie derecho, en los que sospecho que puede haber trocitos de erizo de mar. Ayer me gasté siete euros en Afterbite, con la inocente ilusión de que sirviera de algo. 




Sin embargo, no puedo evitar sentir una conexión especial con aquel erizo, que, lo quiera o no, ha estado (puede que siga estando) dentro de mí. 


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