lunes, 4 de junio de 2012

Vacío

Pocas sensaciones hay más angustiosas, dolorosas y desasosegantes que el vacío en mi el corazón al oír, de los labios de mi compañero de piso, las temidas palabras "Eh, por cierto, no hay gas". No hay gas. Su estoica serenidad contrasta fuertemente con el hundimiento de mi espíritu, que cae en un pozo de ansiedad y desesperación. 



¿Por qué seguimos dejando que nos pase esto? No quedarse sin gas parece tan fácil como comprar una bombona de repuesto, pero eso implicaría sacar la bombona vacía de debajo de la encimera -demasiado esfuerzo para dos personas cuyo trabajo consiste en ir a clase cuatro horas al día y mantener decente una casa de cincuenta metros cuadrados. 


Tras su advertencia, empieza mi odisea. Levantarme a las ocho de la mañana ya es una experiencia bastante traumática, pero esto se vuelve aún peor cuando tengo que ducharme... con agua fría. Pospongo el momento todo lo que puedo: me quedo en la cama media hora de más, hago café, juego con el móvil... Pero sé que debo enfrentarme a mi destino. Encerrada en el baño, abro, optimista, el grifo de agua caliente. Como esperaba, sale de la manguera que tenemos por ducha un chorro de hielo líquido, al que intento sin éxito acostumbrarme.




Rápidamente, tras batir el récord Guinness a la ducha más rápida, hago el esfuerzo de salir a la calle y llevar a cabo mis tareas de persona adulta. A media mañana, tengo una revelación divina: sin gas, no puedo cocinar. Esto me lleva a una nueva, dura prueba: ir hasta el Mercadona y volver a casa, cargada con bolsas de congelados para microondas. 




Y, a la hora de comer, entre crepes de jamón y queso y zumo con leche mediterráneo, me pregunto cómo me enfrentaré a los próximos días, mientras espero a que llegue mi bienamada bombona.

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